Hace dos años los pobladores de La Concepción abren frentes mineros en busca de oro.
San Lorenzo, Esmeraldas
"Alberto, te encargo a esta niña y a sus compañeros, me la llevas a la mina de oro enterita y me la sacas enterita”, le pide Renato, con firmeza, a aquel hombre de 49 años que me mira -forastera curiosa- con un poco de desconfianza, mientras asiente con la cabeza.
Renato Quintana tiene miedo, aunque intenta disimular. Su experiencia le advierte que en La Concepción, una zona ubicada en el cantón San Lorenzo, en Esmeraldas, algunos dueños de labores mineras defienden sus inversiones, incluso a tiros.
La labor minera se desarrolla en un sitio donde se extraen minerales, sean metales preciosos o materiales de construcción. Las inversiones totales no deben superar los 39.600 dólares y necesitan permisos de funcionamiento, de lo contrario son ilegales.
En La Concepción, estos frentes mineros buscan oro a orillas del río Bogotá, desde hace dos años, sin permisos.
Los cinco minutos de advertencias y consejos de Renato terminaron con una sentencia: “hay mineros de los buenos, pero también de los malos”. Para él, los buenos son los que defienden la actividad y la inversión que realizan, desde el diálogo.
“Los otros dicen: no te metas o te doy (un tiro). También se pelean entre ellos por los frentes. Mi sugerencia, para ti mi niña, es que no pongas nunca los nombres en lo que escribas. Así de delicado es esto. Hay muertos”.
Defender el ambiente lo condena, pues a la zona no solo la golpea el auge minero, antes había gran explotación de madera. Fue amenazado de muerte dos veces. Y una tercera vez intentaron concretar la sentencia. Lo siguieron por días. Sabían todos sus movimientos y contrataron un sicario.
Sin embargo, el posible asesino se negó a hacer el trabajo porque eran amigos. “A los 15 días lo mataron a él”, dice Renato, con pesar. El costo de la muerte de alguien depende de su rango e importancia. Allí la base mínima era 50 dólares, luego subió hasta 100.
Alberto, mi nuevo guía, trepa en el balde de una camioneta, “ya vamos, que debemos salir de la mina antes de la lluvia”. No pregunté el porqué...
El camino hacia la mina, que es uno de los cinco frentes mineros a orillas de un estero del río Bogotá, atraviesa fincas, comunidades e incluso el mismo río, que hay que cruzarlo, por tramos, un par de veces antes de llegar al punto. La camioneta se bambolea de un lado a otro, de arriba a bajo, a medida que avanza. Faltan 14 kilómetros de camino mixto de piedras, barro, huecos y el río. Alberto, sentado al filo del balde, fija su mirada en el sendero. No dice ni una palabra.
De pronto golpea el capó del vehículo y le dice al conductor que recoja a un hombre que pide un aventón. La camioneta reduce la velocidad y Jairo sube al vuelo.
“Quihubo Alberto… cómo me le va señorita, ¿qué?, ¿conociendo el lugar?...” y una amplia sonrisa en todo su rostro. – Sí, respondo, -¿Y usted, conociendo también? “No. Yo administro una mina”.
Ya, entrando en confianza, a medida que habla del paisaje selvático de la zona, este colombiano de 53 años retrocede, poco a poco en su cabeza, las horas, los días, los años. Encalla en la década del 80, cuando su trabajo era recorrer la selva fronteriza para tender la red de transmisión eléctrica que hoy nos conecta con Colombia. La tranquilidad de Ecuador lo sedujo y se quedó.
“En las empresas de electricidad hay que andar mucho y esperar a que lo llamen a uno pa´ trabajar. No es fijo. En cambio, la minería es más estable”. Hace un año está en la mina. Lleva las cuentas del oro extraído y vigila que nunca se paren los trabajos o la maquinaria.
Echa números. Hay unos 70 frentes mineros en La Concepción, en cada uno trabajan mínimo 20 familias. “1.400 familias viven de la minería”.
Llegamos al río Bogotá. A medida que la camioneta se abre paso entre las aguas, parece que se hunde entre las piedras. Logra pasar. Es una hazaña.
Aunque para los comuneros, más bien, algo cotidiano, al igual que la minería. El auge de las labores mineras que en La Concepción se vive desde hace dos años, según los recuerdos de Renato, se origina porque una empresa española, cuatro décadas atrás, dejó un estudio del potencial aurífero de la zona, junto con los documentos, con indicaciones de donde se podía encontrar el oro.
En el transcurso de esos años, la minería era más artesanal, porque los afrodescendientes buscaban oro con el pico al hombro, batea en mano y sus familias por detrás, en la rivera de los ríos, en especial del Bogotá. Unos, de la noche a la mañana, acumularon mucho dinero. Otros fracasaron, pues había lugares donde no hallaron casi nada.
Alberto golpea de nuevo el capó, “dele a la derecha, ya llegamos”. El paisaje de la rivera del estero luce fangosa y árida, llena de piedras y piscinas de agua verdosa.
Existe todavía vegetación en pie, pero no por mucho tiempo, porque han iniciado las excavaciones de otro frente minero. La altura del agua que baja por ese estero no llega a la mitad de las pantorrillas. Su color es amarillento, producto de la remoción de la tierra.
Físicamente, los frentes son hectáreas de terreno que se compran a orillas de los ríos. Su costo varía entre 3 y 5.000 dólares. Allí, a menos de un metro de la orilla, se abren piscinas removiendo la tierra con dos retroexcavadoras.
La tierra es colocada sobre un gran embudo que funciona de colador. Con la presión del agua, que sacan del río a través de una bomba, lavan la tierra en ese embudo para aislar el oro con mercurio. Dicen que hay ciertos lugares donde solo hacen un paleo, una pequeña piscina y sacan oro por 40.000 dólares de ganancia.
De la extracción de oro todos sacan provecho. Más si alquilan la maquinaria, pues no todos los frentes tienen una. El alquiler va de 30 a 40 dólares la hora y se paga adelantado, más el transporte que puede costar hasta 2.000 dólares.
Santiago Chalá, delgado pero corpulento, tiene 35 años y es uno de los operarios de la excavadora. Dice que para saber si hay oro en un frente hacen un hueco hasta la peña, toman una muestra y la mecen en la batea. Si queda el mineral, se cava la piscina.
“De un frente sale una libra, 200 ó 300 gramos de oro, en una semana. A veces salen 50 ó 40 gramos y eso es pérdida, porque todo lo que se mueve en la mina es plata, es inversión”, explica Santiago.
Cuando era niño, sus padres se dedicaban a la extracción de la madera, para alimentar a 10 hijos. Pero hoy pocos la venden. Ya mismo se acaba. Hace cuatro años, antes de aprender a operar excavadoras, con motosierra en mano, era uno de los tantos que sacaban madera, “me daba las vueltas para mantener a mi familia”.
Expresa que la minería le ofrece estabilidad y continuidad en el trabajo. Asegura que en San Lorenzo hay poco empleo y la minería es una salida, “hay empleo para todos. Los que no están en la mina están con la batea, hacen sus gramitos de oro pa´ sostener a la familia”.
En estas labores mineras, que no son legales, extraen un promedio mínimo de 16 onzas semanales (una libra), es decir 453,59 gramos de oro. Cada gramo lo venden en San Lorenzo, a un promedio de 37 dólares.
Este valor depende del precio de la onza de oro en el mercado internacional. Ayer cerró en 1.343,55 dólares.
Los compradores, a su vez, revenden en Quito y Guayaquil, la mayoría de veces a las joyerías y hay quienes se van a Cuenca. Pero también venden a un tercer intermediario para exportar.
Entonces existen grandes beneficios económicos para los dueños de los frentes mineros y los intermediarios en San Lorenzo, que sacan el oro al mercado internacional.
Según analistas mineros, la ley no registra la obligatoriedad de un certificado de origen del oro, de minas regularizadas o no, por lo tanto su venta se entendería como “mercado negro”.
Esmeraldas tiene 71 labores mineras, según el censo realizado el año anterior por el Ministerio de Recursos Naturales No Renovables. Los esfuerzos de las autoridades de control han logrado regularizar 45.
Los trabajadores de las minas comparten los campamentos con los playeros, que buscan los residuos de oro en las piscinas luego de que los primeros las abandonan. Ellos siguen a las labores mineras en cada frente que abren, pues el oro que encuentran se lo llevan.
Esthela Durán es una de ellas. Junto con su amiguito, un niño de 12 años, “playa” un ratito, en la tarde, en una de las fosas. Tiene 6 hijos que se quedan en la comunidad donde vive, mientras ella y su esposo buscan oro para mantenerlos.
“Lo que el frente va dejando, nosotros vamos recogiendo el orito y eso vendemos, vivimos de eso. Cuando se está de suerte, se saca de 4 a 5 gramos en un día, pero si no hay suerte, se saca medio gramo o uno y se va uno a su casa”.
Ella siguió el oficio que sus padres le enseñaron, “mis papás para darnos de comer, mira tú, con la bateíta en la mano… Ahí cavaban con pico y pala, no había maquinaria. Mi mami ya es ancianita y todavía sale con la batea a buscar oro a la orilla del río”.
Aunque su sueño es tener un negocio propio, le agradece al río Bogotá, pues de este “mis padres dieron de comer a 8 hijos. Y yo alimento a los míos”.
Un campamento está construido con tablas de madera y plástico. Las pequeñas habitaciones son independientes unas de otras. En el centro está la cocina y una planta de energía eléctrica que mantiene encendido el frigorífico de los alimentos.
Johana Obregón prepara un refrito de cebolla, pimiento, tomate y especias. Catalina Méndez escurre el fideo. Los trabajadores esa noche cenarán tallarín de atún. Las cocineras del campamento preparan la comida cuatro veces al día. La cuarta ración es para los operarios que tienen turno de madrugada. Las excavadoras están operativas las 24 horas, debido al costo del alquiler.
Aunque trabajan desde las 04:00 hasta las 22:00, están contentas de cocinar en la mina. “En San Lorenzo, por cocinar me pagan 150 dólares. Aquí cobro 350, libre de arriendo y comida”, asegura Johana, mientras que ofrece limonada en un vaso. El calor es insoportable.
Catalina indica que los compañeros del campamento son colaboradores. En las noches, para romper la monotonía conversan, cantan, cuentan chistes, adivinanzas o van al río.
De pronto Alberto rompe la conversación: “ya vamos que crece el río y después no salimos de aquí”. Abordamos la camioneta, junto con algunas mujeres de la comunidad, que regresan de playar, una dura jornada que empieza a las 04:00 y termina a las 16:00.
Según Renato, en las labores mineras no existe cuidado ambiental, porque se ha realizado una explotación antitécnica, “pero como es lugar de frontera, el que más ronca (el más bravo) , manda”. Aquí los mineros están armados, cuidan sus inversiones.
Al final del tramo, Alberto sonríe. Se acordaba de cuando su padre los alimentaba, a él y a sus 14 hermanos, con “carne de monte” y la venta de la madera.
“De un frente sale una libra, 200 ó 300 gramos de oro, en una semana. A veces salen 50 ó 40 gramos y eso es pérdida, porque todo lo que se mueve en la mina es plata, es inversión”, explica Santiago.
Cuando era niño, sus padres se dedicaban a la extracción de la madera, para alimentar a 10 hijos. Pero hoy pocos la venden. Ya mismo se acaba. Hace cuatro años, antes de aprender a operar excavadoras, con motosierra en mano, era uno de los tantos que sacaban madera, “me daba las vueltas para mantener a mi familia”.
Expresa que la minería le ofrece estabilidad y continuidad en el trabajo. Asegura que en San Lorenzo hay poco empleo y la minería es una salida, “hay empleo para todos. Los que no están en la mina están con la batea, hacen sus gramitos de oro pa´ sostener a la familia”.
En estas labores mineras, que no son legales, extraen un promedio mínimo de 16 onzas semanales (una libra), es decir 453,59 gramos de oro. Cada gramo lo venden en San Lorenzo, a un promedio de 37 dólares.
Este valor depende del precio de la onza de oro en el mercado internacional. Ayer cerró en 1.343,55 dólares.
Los compradores, a su vez, revenden en Quito y Guayaquil, la mayoría de veces a las joyerías y hay quienes se van a Cuenca. Pero también venden a un tercer intermediario para exportar.
Entonces existen grandes beneficios económicos para los dueños de los frentes mineros y los intermediarios en San Lorenzo, que sacan el oro al mercado internacional.
Según analistas mineros, la ley no registra la obligatoriedad de un certificado de origen del oro, de minas regularizadas o no, por lo tanto su venta se entendería como “mercado negro”.
Esmeraldas tiene 71 labores mineras, según el censo realizado el año anterior por el Ministerio de Recursos Naturales No Renovables. Los esfuerzos de las autoridades de control han logrado regularizar 45.
Los trabajadores de las minas comparten los campamentos con los playeros, que buscan los residuos de oro en las piscinas luego de que los primeros las abandonan. Ellos siguen a las labores mineras en cada frente que abren, pues el oro que encuentran se lo llevan.
Esthela Durán es una de ellas. Junto con su amiguito, un niño de 12 años, “playa” un ratito, en la tarde, en una de las fosas. Tiene 6 hijos que se quedan en la comunidad donde vive, mientras ella y su esposo buscan oro para mantenerlos.
“Lo que el frente va dejando, nosotros vamos recogiendo el orito y eso vendemos, vivimos de eso. Cuando se está de suerte, se saca de 4 a 5 gramos en un día, pero si no hay suerte, se saca medio gramo o uno y se va uno a su casa”.
Ella siguió el oficio que sus padres le enseñaron, “mis papás para darnos de comer, mira tú, con la bateíta en la mano… Ahí cavaban con pico y pala, no había maquinaria. Mi mami ya es ancianita y todavía sale con la batea a buscar oro a la orilla del río”.
Aunque su sueño es tener un negocio propio, le agradece al río Bogotá, pues de este “mis padres dieron de comer a 8 hijos. Y yo alimento a los míos”.
Un campamento está construido con tablas de madera y plástico. Las pequeñas habitaciones son independientes unas de otras. En el centro está la cocina y una planta de energía eléctrica que mantiene encendido el frigorífico de los alimentos.
Johana Obregón prepara un refrito de cebolla, pimiento, tomate y especias. Catalina Méndez escurre el fideo. Los trabajadores esa noche cenarán tallarín de atún. Las cocineras del campamento preparan la comida cuatro veces al día. La cuarta ración es para los operarios que tienen turno de madrugada. Las excavadoras están operativas las 24 horas, debido al costo del alquiler.
Aunque trabajan desde las 04:00 hasta las 22:00, están contentas de cocinar en la mina. “En San Lorenzo, por cocinar me pagan 150 dólares. Aquí cobro 350, libre de arriendo y comida”, asegura Johana, mientras que ofrece limonada en un vaso. El calor es insoportable.
Catalina indica que los compañeros del campamento son colaboradores. En las noches, para romper la monotonía conversan, cantan, cuentan chistes, adivinanzas o van al río.
De pronto Alberto rompe la conversación: “ya vamos que crece el río y después no salimos de aquí”. Abordamos la camioneta, junto con algunas mujeres de la comunidad, que regresan de playar, una dura jornada que empieza a las 04:00 y termina a las 16:00.
Según Renato, en las labores mineras no existe cuidado ambiental, porque se ha realizado una explotación antitécnica, “pero como es lugar de frontera, el que más ronca (el más bravo) , manda”. Aquí los mineros están armados, cuidan sus inversiones.
Al final del tramo, Alberto sonríe. Se acordaba de cuando su padre los alimentaba, a él y a sus 14 hermanos, con “carne de monte” y la venta de la madera.
Texto: Alejandra Carrión
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