lunes, 28 de marzo de 2011

Entre Reliquias Humildes



Cuarenta años de historia tiene este mercado, indica don Washington Toapanta, hoy presidente de los comerciantes. En la Plaza Arenas se percibe el olor de libros añejos, de revistas de los años 70, de discos de acetato, de televisores blanco y negro, de zapatos y ropa para todos los gustos. 237 locales se asientan ahí. Existen aproximadamente 600 trabajadores y trabajadoras con sus hijos, unos 120 niños, quienes juegan en una pequeña cancha o terminan sus tareas escolares en medio de la bullaranga de la oferta.


Entre 800 y 1.000 clientes visitan a diario el lugar en busca de artículos cotidianos, excéntricos o de segunda mano. Un pequeño tornillo, un álgebra de Baldor, una revista que ya no circula (Kalimán, Memín Pingüín, Arandú), una plancha a carbón, una escultura o una máquina de escribir. Incluso lámparas petromax, que hoy las fabrican a gas.



Don Washington Toapanta acepta que hay una que otra persona que, como en todo lado, vende cosas robadas. “Pero ahora la mayoría exigimos título de propiedad para comprar algo”, asegura. Algunos letreros confirman lo que dice, aunque eso no se repita en todos los locales.



En la herrería Abdón Esparza, junto con su amigo inseparable Francisco Morales, sostiene una varilla esperando a que sea golpeada  por la fuerza descomunal de un tipo  que tiene en sus manos un  pesado combo de 18 libras. Ese hombre -que puede destrozar lo que sea- es un anciano de unos 80 años.
















martes, 22 de marzo de 2011

“... Es como conocer a un montón de gente...”


Arreglar estéticamente y preservar un cadáver es un oficio que inició en el país hace 15 años. (Víctor Hugo Herrera Guachamín, tanatólogo de profesión, asiste el cuerpo de Teresa de Jesús Abad Torres, de 70 años, quien murió de cáncer. El atuendo apropiado para trabajar en un cadáver es una bata de cirugía, mascarilla, guantes y zapatos desecha )


Cuando Víctor se volteó a mirar a la mesita donde ponía el instrumental, junto a la camilla,  la pinza para sutura dio una, dos, tres vueltas. Eran las 02:30 de la madrugada. Lejos de correr, aterrado por lo inexplicable de aquel movimiento circular, lentamente sonrió. Volvió su mirada a la camilla, donde estaba, acostado, aquel niño de siete años.  Acercó su mano y apenas le rozó el rostro -como si no quisiera despertarlo-. Luego, en una pausada caricia, hundió los dedos entre los cabellos negros y alborotados. Escapó una lágrima al verlo tan apacible: “…y hasta ahora sigues jugando...”, le dijo. 

Víctor sacudió su propia cabeza, como esperando no ver o imaginar más cosas extrañas y continuó con el proceso de formolización y maquillaje en el cuerpo de aquella criatura que murió  hace seis años, en su casa, mientras jugaba. No puede evitar el estremecimiento de aquel recuerdo. Lo más doloroso de ser tanatólogo, dice, es preparar a los niños o a los bebés. Lo bueno es que casi no asiste a muchos, uno o dos por mes.

“Será porque uno también es padre. Tengo mi hijo de 15 años y me encuentro con casos de jóvenes, de la misma edad, que se suicidan”.  Hace unos cuatro meses vivió la experiencia de un chico, del mismo colegio de su hijo. “Se ahorcó, no supieron ni por qué, solamente lo hizo”, dice.

Víctor tiene 42 años y  es el tercero de 8 hijos. Desde niño, su vida  estuvo en contacto con la muerte, pues su padre trabajó  en una funeraria. Era conductor de la carroza  y también fue portero en el  cementerio de San Diego, en  Quito.  Pasaba el tiempo con él.  Su primer encuentro  con un cadáver fue en una exhumación de restos. Dice que impacta ver cómo el cuerpo humano queda reducido a restos, a   huesos y polvo.

Pero fue la curiosidad del Víctor de   8 años la que despertó su vocación: “Veía cuerpos con los ojos o la boca abierta. En ese tiempo les  vendaban la cabeza y les ponían cinta adhesiva”. 

Escogió el  sector funerario como trabajo.  Para  alcanzarlo no contó  el pasar de los años: se graduó en mecánica automotriz, fue al cuartel, regresó luego de un año de  conscripción y se vinculó al negocio mortuorio. A  los  21 años entró como auxiliar de servicios funerarios,  aseo de salas, mantenimiento, traslados. Por entonces, las mejoras de los servicios exequiales en el mundo también alcanzaron al país.  En  Quito, los tanatólogos empezaron a aparecer  hace 15 años, porque  las funerarias capacitaban su gente para soportar  la dura competencia. Empezó el estudio de Tanatopraxia Básica hace 8 años.

La tanatopraxia es la preservación del cuerpo y el arreglo estético. “Ser tanatólogo es como conocer un montón de gente”, comenta. 

Antes de trabajar, Víctor conversa, en su mente, con el difunto. Pide permiso, le dice que no está allí para vejar sus restos mortales.  Es una forma de demostrar respeto, “le digo que le voy a suturar, a maquillar o a formolizar…”.

La preservación se logra con la formolización. El formol se inyecta, vía arterial, por la femoral (en la ingle), ya que  por las arterias es  donde más circulación  sanguínea tiene el cuerpo.  Tras una disección,  el líquido ingresa por bombeo, a  través  de una sonda.   El proceso demora entre 20 y 25 minutos. Se colocan de 2 a 3 litros, depende de la contextura del difunto. “Si se pasa el formol, la piel se oscurece. Cuando entra, va quemando y secando los tejidos. Es como momificar el cuerpo, pero no actúa al instante”. Se evita la putrefacción y  emisión de líquidos corporales, así se puede velar al difunto  hasta por una semana.

El arreglo estético viene luego de la  preservación. “Con las nuevas técnicas podemos cerrarles los ojos y la boca a los fallecidos y darles la apariencia de que están dormidos, es la idea del arreglo estético”, explica.  Con paciencia, Víctor da forma al contorno de  los labios,  color  a las mejillas  y  a  los párpados. Les rellena los orificios nasales con  algodón;  también la boca, cuando son ancianos,  para que no queden “chupaditos”. Luego mezcla 3 ó 4 colores de base,  para  lograr el color original de la piel. Al  final, los peina. 

“Se busca que los acompañantes se lleven el recuerdo de que lo vieron en el cofre simulando dormir”,   señala Víctor, “y  no amarillo, pálido o con los ojos abiertos.  Esto  baja un poco el nivel del trauma de los familiares”. La ropa va de acuerdo con   las circunstancias. A los hombres siempre  los visten con  su  terno favorito. Las mujeres, siempre usan vestidos. En el cofre van con sus zapatos, pero junto a los pies. No puestos. 

Según la creencia popular,  si no  llevan su calzado, no llegan  a su destino y  regresarán  a recoger sus pasos, por eso se  pone el calzado en el cofre. “Ver  el cuerpo con  zapatos puestos no es agradable. Si se  quiere lograr un aspecto de dormido, nadie duerme con zapatos”, afirma. Pero Víctor no solo conserva y maquilla a los cuerpos. También los zurce, si fallecieron  en una operación, pues del hospital los mandan así, abiertos. El trabajo es más complicado en los accidentes de tránsito. Cuando el rostro tiene  arreglo, se demora mucho tiempo y  lo reconstruye, a base de maquillaje. Pero si ya no puede hacer nada,  recomienda sellar el cofre.  

Aun  en la muerte, como en la vida,  todo cuesta. Cada empresa funeraria tiene una cotización  para este servicio. El costo promedio en el  mercado está entre los 60 dólares por formolización; mientras el arreglo estético es de  unos 40   dólares. Víctor  trabaja  unos 100 cuerpos al mes: 70 formolizaciones y 30 arreglos. No le teme a la muerte. Dice que cada uno tiene su destino, su  hora de partir. Pero sí le aterra dejar el dolor a su familia, porque los muertos ya descansan en paz. 

“Mi mejor amigo también es tanatólogo. Tenemos el pacto de que si yo muero primero, él trabajará en mi cuerpo, y si él se va antes , pues trabajaré en el suyo…”, manifiesta un sonriente Víctor,  mientras se levanta, prepara su  equipo,  una bomba  con formol y un  cajón de herramientas, para dirigirse a trabajar el cuerpo de una anciana. Texto.  Alejandra Carrión