lunes, 21 de noviembre de 2011

lunes, 13 de junio de 2011

El recio ajetreo del minero



Hace dos años los pobladores de La Concepción abren frentes mineros en busca de oro.

San Lorenzo, Esmeraldas

"Alberto, te encargo a esta niña y a sus compañeros, me la llevas a la mina de oro enterita y me la sacas enterita”,  le pide Renato, con firmeza, a aquel hombre de 49 años que me mira -forastera curiosa- con un poco de desconfianza, mientras asiente con la cabeza.

Renato Quintana tiene miedo, aunque intenta disimular. Su experiencia le advierte que en La Concepción, una zona ubicada en el cantón  San Lorenzo, en Esmeraldas, algunos dueños de labores mineras defienden sus inversiones, incluso a tiros.

La labor minera se desarrolla en un sitio donde se extraen minerales, sean metales preciosos o materiales de construcción. Las inversiones totales no deben superar los 39.600 dólares y necesitan permisos de funcionamiento, de lo contrario son ilegales.

En La Concepción, estos frentes mineros buscan oro a orillas del río Bogotá, desde hace dos años, sin  permisos.

Los cinco minutos de advertencias y consejos de Renato terminaron con una sentencia: “hay mineros de los buenos, pero también de los malos”. Para él, los buenos son los que defienden la actividad y la inversión que realizan, desde el diálogo.

“Los otros  dicen: no te metas o te doy (un tiro). También se pelean entre ellos por los frentes. Mi sugerencia, para ti mi niña, es que no pongas nunca los nombres  en lo que escribas. Así de delicado es esto. Hay muertos”.

Defender el ambiente lo condena, pues a la zona no solo la golpea el auge minero, antes había gran explotación de madera. Fue amenazado de muerte dos veces. Y una tercera vez intentaron concretar la sentencia. Lo siguieron por días. Sabían todos sus movimientos y contrataron un sicario.

Sin embargo, el posible asesino se negó a hacer el trabajo porque eran amigos. “A los 15 días lo mataron a él”, dice Renato, con pesar. El costo de la muerte de alguien depende de su rango e importancia. Allí la base mínima era 50 dólares, luego subió hasta 100.

Alberto, mi nuevo guía, trepa en el balde de una camioneta, “ya vamos, que debemos salir de la mina antes de la lluvia”. No pregunté el porqué...

El camino hacia la mina, que es uno de los cinco frentes mineros a orillas de un estero del río Bogotá, atraviesa fincas, comunidades e incluso el mismo río, que hay que cruzarlo, por tramos, un par de veces antes de llegar al punto. La camioneta se bambolea de un lado a  otro, de arriba a  bajo, a medida que avanza. Faltan 14 kilómetros de camino mixto de piedras, barro, huecos y el río. Alberto, sentado al filo del balde, fija su mirada en el sendero. No dice ni una palabra.

De pronto golpea el capó del vehículo y le dice al conductor que recoja a un hombre que pide un aventón. La camioneta reduce la velocidad y Jairo sube al vuelo.

“Quihubo Alberto… cómo me le va señorita, ¿qué?, ¿conociendo el lugar?...” y una amplia sonrisa en todo su rostro. – Sí, respondo, -¿Y usted, conociendo también? “No. Yo administro una mina”.

Ya, entrando en confianza, a medida que habla del paisaje selvático de la zona, este colombiano de 53 años retrocede, poco a poco  en su cabeza, las horas, los días, los años. Encalla en la década del 80, cuando su trabajo era recorrer la selva fronteriza para tender la red de transmisión eléctrica que hoy nos conecta con Colombia. La tranquilidad de Ecuador lo sedujo y se quedó. 

“En las empresas de electricidad hay que andar mucho y  esperar a que lo llamen a uno pa´ trabajar. No es fijo. En cambio, la minería es más estable”. Hace  un año está en la mina. Lleva las cuentas del oro extraído y vigila  que nunca se paren los trabajos o la maquinaria.

Echa  números. Hay unos 70 frentes mineros en La Concepción, en cada uno trabajan mínimo  20 familias. “1.400 familias viven de la minería”.

Llegamos al río Bogotá. A medida que la camioneta se abre paso entre  las aguas, parece que se hunde entre las piedras. Logra pasar. Es una hazaña.

Aunque para los comuneros, más bien, algo cotidiano, al igual que la minería. El auge de las labores mineras que en La Concepción se vive desde hace dos años, según los recuerdos de  Renato, se origina porque una empresa española, cuatro décadas atrás, dejó un estudio del potencial aurífero de la zona, junto con los documentos, con  indicaciones de donde se podía encontrar el oro.

En el transcurso de esos años, la minería era más artesanal, porque los afrodescendientes buscaban oro con el pico al hombro, batea en mano y sus familias por detrás, en la rivera de los ríos, en especial del Bogotá. Unos, de la noche a la mañana, acumularon mucho dinero. Otros fracasaron, pues había lugares donde no hallaron casi nada.

Alberto golpea de nuevo el capó, “dele a la derecha, ya llegamos”. El paisaje de la rivera del estero luce fangosa y árida, llena de piedras y piscinas de agua  verdosa.

Existe todavía vegetación en pie, pero no por mucho tiempo, porque han iniciado las excavaciones de otro frente minero.  La altura del agua que baja por ese estero no llega a la mitad de las pantorrillas. Su color es amarillento, producto de la remoción de la tierra.

Físicamente, los frentes son  hectáreas de terreno que se compran a  orillas de los ríos. Su costo varía entre 3 y 5.000  dólares. Allí, a menos de un metro de la orilla, se abren piscinas removiendo la tierra con dos retroexcavadoras.

La tierra  es colocada sobre un gran embudo que funciona de colador. Con la presión del agua, que sacan del río a través de una bomba, lavan la tierra en ese embudo para aislar el oro  con mercurio. Dicen que hay ciertos lugares donde solo hacen un paleo, una pequeña piscina y sacan oro por 40.000  dólares de ganancia.

De la extracción de oro todos sacan provecho. Más si   alquilan la maquinaria, pues no todos los frentes tienen una. El alquiler va  de 30 a 40 dólares la hora y se  paga   adelantado, más el transporte que puede costar hasta  2.000 dólares.
Santiago Chalá, delgado pero corpulento, tiene 35 años y es uno de los operarios de la excavadora. Dice que para saber si hay oro en un frente  hacen un hueco hasta la peña,  toman una muestra y  la mecen en  la batea. Si queda el mineral, se cava la piscina.

“De un frente sale una libra, 200 ó 300 gramos de oro, en una semana. A veces salen 50 ó 40 gramos y eso es pérdida, porque todo lo que se mueve en la mina es plata, es inversión”, explica Santiago.

Cuando era niño, sus padres se dedicaban a la extracción de la madera, para alimentar a 10 hijos. Pero hoy    pocos la venden. Ya mismo se acaba. Hace cuatro años, antes de aprender a operar excavadoras,  con motosierra en mano, era uno de los tantos que sacaban madera, “me daba las vueltas para mantener a mi familia”.

Expresa que la minería le ofrece estabilidad y continuidad en el trabajo. Asegura que en San Lorenzo hay poco empleo y la minería es una salida, “hay empleo para todos. Los que no están en la mina están con la batea, hacen sus gramitos de oro pa´ sostener a la familia”.

En estas labores mineras, que no son legales, extraen un promedio mínimo de 16 onzas semanales (una libra), es decir 453,59 gramos de oro. Cada gramo lo venden en San Lorenzo, a un promedio de 37 dólares.

Este valor depende del precio de la onza de oro en el mercado internacional. Ayer cerró en 1.343,55 dólares.

Los compradores, a su vez, revenden en Quito y Guayaquil, la mayoría de  veces a las joyerías y hay quienes se van a Cuenca. Pero también venden a un tercer intermediario para exportar.

Entonces existen grandes beneficios económicos para los dueños de los frentes mineros y los intermediarios en San Lorenzo, que sacan el oro al mercado internacional.

Según analistas mineros, la ley no registra la obligatoriedad de un certificado de origen del oro, de minas regularizadas o no, por lo tanto su venta se entendería como “mercado negro”.

Esmeraldas tiene 71  labores mineras, según el censo realizado el año anterior por el Ministerio de Recursos Naturales No Renovables. Los esfuerzos de las autoridades de control han logrado regularizar 45.

Los trabajadores de las minas  comparten los campamentos con los  playeros,   que buscan los residuos de oro en las piscinas luego de que los primeros las abandonan.  Ellos siguen a las labores mineras en cada frente que abren, pues el oro que encuentran se lo llevan.

Esthela Durán es una de ellas. Junto con su amiguito, un niño de 12 años, “playa” un ratito, en la tarde, en una de las fosas. Tiene 6 hijos que se quedan en la comunidad donde vive, mientras ella y su esposo buscan oro para mantenerlos.

“Lo que el frente va dejando, nosotros vamos recogiendo el orito y eso vendemos, vivimos de eso. Cuando se está de suerte, se saca de 4 a 5 gramos en un día, pero si no hay suerte, se saca medio gramo o uno y se va uno a su casa”.

Ella siguió el oficio que sus padres le enseñaron, “mis papás para darnos de comer, mira tú, con la bateíta en la mano… Ahí cavaban con pico y pala, no había maquinaria. Mi mami ya es ancianita y todavía sale con la batea a buscar oro a la orilla del río”.

Aunque su sueño es tener un negocio propio, le agradece al  río Bogotá, pues de este “mis padres dieron de comer a 8 hijos.  Y yo alimento a los míos”.

Un campamento está construido con tablas de madera y plástico. Las pequeñas habitaciones son independientes unas de otras. En el centro está la cocina  y  una planta de energía eléctrica que mantiene encendido el  frigorífico de  los alimentos.

Johana Obregón  prepara un refrito de cebolla, pimiento, tomate y especias. Catalina Méndez escurre el fideo. Los trabajadores esa noche cenarán tallarín de atún. Las cocineras del campamento preparan la comida cuatro veces al día. La cuarta ración es para los operarios que tienen turno de madrugada. Las excavadoras están operativas las 24 horas, debido al  costo  del alquiler.

Aunque trabajan desde las 04:00 hasta las 22:00,  están contentas de cocinar en la mina. “En San Lorenzo, por cocinar  me pagan 150 dólares. Aquí cobro 350, libre de arriendo y comida”, asegura Johana, mientras que ofrece limonada en un vaso. El calor es insoportable.

Catalina indica que los compañeros del campamento son   colaboradores. En las noches, para romper la monotonía conversan, cantan,  cuentan chistes, adivinanzas  o van al río.

De pronto Alberto rompe la conversación: “ya vamos que crece el río y después no salimos de aquí”. Abordamos la camioneta, junto con algunas mujeres de la comunidad, que regresan de playar, una dura jornada que empieza a las 04:00 y termina a las 16:00.

Según Renato, en las labores mineras  no existe  cuidado ambiental, porque  se ha realizado una explotación antitécnica, “pero como es lugar de frontera, el que más ronca (el más bravo) ,  manda”. Aquí los mineros están armados, cuidan sus inversiones.

Al final del tramo, Alberto sonríe. Se acordaba de cuando su padre los alimentaba, a él y a sus 14 hermanos,  con “carne de monte”  y la venta de la madera.
Texto: Alejandra Carrión 














lunes, 28 de marzo de 2011

Entre Reliquias Humildes



Cuarenta años de historia tiene este mercado, indica don Washington Toapanta, hoy presidente de los comerciantes. En la Plaza Arenas se percibe el olor de libros añejos, de revistas de los años 70, de discos de acetato, de televisores blanco y negro, de zapatos y ropa para todos los gustos. 237 locales se asientan ahí. Existen aproximadamente 600 trabajadores y trabajadoras con sus hijos, unos 120 niños, quienes juegan en una pequeña cancha o terminan sus tareas escolares en medio de la bullaranga de la oferta.


Entre 800 y 1.000 clientes visitan a diario el lugar en busca de artículos cotidianos, excéntricos o de segunda mano. Un pequeño tornillo, un álgebra de Baldor, una revista que ya no circula (Kalimán, Memín Pingüín, Arandú), una plancha a carbón, una escultura o una máquina de escribir. Incluso lámparas petromax, que hoy las fabrican a gas.



Don Washington Toapanta acepta que hay una que otra persona que, como en todo lado, vende cosas robadas. “Pero ahora la mayoría exigimos título de propiedad para comprar algo”, asegura. Algunos letreros confirman lo que dice, aunque eso no se repita en todos los locales.



En la herrería Abdón Esparza, junto con su amigo inseparable Francisco Morales, sostiene una varilla esperando a que sea golpeada  por la fuerza descomunal de un tipo  que tiene en sus manos un  pesado combo de 18 libras. Ese hombre -que puede destrozar lo que sea- es un anciano de unos 80 años.
















martes, 22 de marzo de 2011

“... Es como conocer a un montón de gente...”


Arreglar estéticamente y preservar un cadáver es un oficio que inició en el país hace 15 años. (Víctor Hugo Herrera Guachamín, tanatólogo de profesión, asiste el cuerpo de Teresa de Jesús Abad Torres, de 70 años, quien murió de cáncer. El atuendo apropiado para trabajar en un cadáver es una bata de cirugía, mascarilla, guantes y zapatos desecha )


Cuando Víctor se volteó a mirar a la mesita donde ponía el instrumental, junto a la camilla,  la pinza para sutura dio una, dos, tres vueltas. Eran las 02:30 de la madrugada. Lejos de correr, aterrado por lo inexplicable de aquel movimiento circular, lentamente sonrió. Volvió su mirada a la camilla, donde estaba, acostado, aquel niño de siete años.  Acercó su mano y apenas le rozó el rostro -como si no quisiera despertarlo-. Luego, en una pausada caricia, hundió los dedos entre los cabellos negros y alborotados. Escapó una lágrima al verlo tan apacible: “…y hasta ahora sigues jugando...”, le dijo. 

Víctor sacudió su propia cabeza, como esperando no ver o imaginar más cosas extrañas y continuó con el proceso de formolización y maquillaje en el cuerpo de aquella criatura que murió  hace seis años, en su casa, mientras jugaba. No puede evitar el estremecimiento de aquel recuerdo. Lo más doloroso de ser tanatólogo, dice, es preparar a los niños o a los bebés. Lo bueno es que casi no asiste a muchos, uno o dos por mes.

“Será porque uno también es padre. Tengo mi hijo de 15 años y me encuentro con casos de jóvenes, de la misma edad, que se suicidan”.  Hace unos cuatro meses vivió la experiencia de un chico, del mismo colegio de su hijo. “Se ahorcó, no supieron ni por qué, solamente lo hizo”, dice.

Víctor tiene 42 años y  es el tercero de 8 hijos. Desde niño, su vida  estuvo en contacto con la muerte, pues su padre trabajó  en una funeraria. Era conductor de la carroza  y también fue portero en el  cementerio de San Diego, en  Quito.  Pasaba el tiempo con él.  Su primer encuentro  con un cadáver fue en una exhumación de restos. Dice que impacta ver cómo el cuerpo humano queda reducido a restos, a   huesos y polvo.

Pero fue la curiosidad del Víctor de   8 años la que despertó su vocación: “Veía cuerpos con los ojos o la boca abierta. En ese tiempo les  vendaban la cabeza y les ponían cinta adhesiva”. 

Escogió el  sector funerario como trabajo.  Para  alcanzarlo no contó  el pasar de los años: se graduó en mecánica automotriz, fue al cuartel, regresó luego de un año de  conscripción y se vinculó al negocio mortuorio. A  los  21 años entró como auxiliar de servicios funerarios,  aseo de salas, mantenimiento, traslados. Por entonces, las mejoras de los servicios exequiales en el mundo también alcanzaron al país.  En  Quito, los tanatólogos empezaron a aparecer  hace 15 años, porque  las funerarias capacitaban su gente para soportar  la dura competencia. Empezó el estudio de Tanatopraxia Básica hace 8 años.

La tanatopraxia es la preservación del cuerpo y el arreglo estético. “Ser tanatólogo es como conocer un montón de gente”, comenta. 

Antes de trabajar, Víctor conversa, en su mente, con el difunto. Pide permiso, le dice que no está allí para vejar sus restos mortales.  Es una forma de demostrar respeto, “le digo que le voy a suturar, a maquillar o a formolizar…”.

La preservación se logra con la formolización. El formol se inyecta, vía arterial, por la femoral (en la ingle), ya que  por las arterias es  donde más circulación  sanguínea tiene el cuerpo.  Tras una disección,  el líquido ingresa por bombeo, a  través  de una sonda.   El proceso demora entre 20 y 25 minutos. Se colocan de 2 a 3 litros, depende de la contextura del difunto. “Si se pasa el formol, la piel se oscurece. Cuando entra, va quemando y secando los tejidos. Es como momificar el cuerpo, pero no actúa al instante”. Se evita la putrefacción y  emisión de líquidos corporales, así se puede velar al difunto  hasta por una semana.

El arreglo estético viene luego de la  preservación. “Con las nuevas técnicas podemos cerrarles los ojos y la boca a los fallecidos y darles la apariencia de que están dormidos, es la idea del arreglo estético”, explica.  Con paciencia, Víctor da forma al contorno de  los labios,  color  a las mejillas  y  a  los párpados. Les rellena los orificios nasales con  algodón;  también la boca, cuando son ancianos,  para que no queden “chupaditos”. Luego mezcla 3 ó 4 colores de base,  para  lograr el color original de la piel. Al  final, los peina. 

“Se busca que los acompañantes se lleven el recuerdo de que lo vieron en el cofre simulando dormir”,   señala Víctor, “y  no amarillo, pálido o con los ojos abiertos.  Esto  baja un poco el nivel del trauma de los familiares”. La ropa va de acuerdo con   las circunstancias. A los hombres siempre  los visten con  su  terno favorito. Las mujeres, siempre usan vestidos. En el cofre van con sus zapatos, pero junto a los pies. No puestos. 

Según la creencia popular,  si no  llevan su calzado, no llegan  a su destino y  regresarán  a recoger sus pasos, por eso se  pone el calzado en el cofre. “Ver  el cuerpo con  zapatos puestos no es agradable. Si se  quiere lograr un aspecto de dormido, nadie duerme con zapatos”, afirma. Pero Víctor no solo conserva y maquilla a los cuerpos. También los zurce, si fallecieron  en una operación, pues del hospital los mandan así, abiertos. El trabajo es más complicado en los accidentes de tránsito. Cuando el rostro tiene  arreglo, se demora mucho tiempo y  lo reconstruye, a base de maquillaje. Pero si ya no puede hacer nada,  recomienda sellar el cofre.  

Aun  en la muerte, como en la vida,  todo cuesta. Cada empresa funeraria tiene una cotización  para este servicio. El costo promedio en el  mercado está entre los 60 dólares por formolización; mientras el arreglo estético es de  unos 40   dólares. Víctor  trabaja  unos 100 cuerpos al mes: 70 formolizaciones y 30 arreglos. No le teme a la muerte. Dice que cada uno tiene su destino, su  hora de partir. Pero sí le aterra dejar el dolor a su familia, porque los muertos ya descansan en paz. 

“Mi mejor amigo también es tanatólogo. Tenemos el pacto de que si yo muero primero, él trabajará en mi cuerpo, y si él se va antes , pues trabajaré en el suyo…”, manifiesta un sonriente Víctor,  mientras se levanta, prepara su  equipo,  una bomba  con formol y un  cajón de herramientas, para dirigirse a trabajar el cuerpo de una anciana. Texto.  Alejandra Carrión